Artículo publicado en El Periódico Extremadura el 30 de marzo de 2020
¿Qué recordaremos cuando todo
esto haya pasado? O, mejor, qué será digno de ser recordado. La memoria, la
corteza de árbol más amargo, -en palabras del poeta Julio Rodríguez-,
conseguirá devolvernos imágenes algo más dulces de estos días trágicos. Borraremos
de nuestra retina la insolidaridad de aquellos que llenaban sus carros en los
supermercados sin pensar en que su acopio injustificado significaba escasez
para la vecina del sexto. En los archivos de la policía languidecerán las
sanciones de los que no quisieron respetar la cuarentena, anteponiendo su
necesidad a la salud de los más débiles. Nadie recordará las mentiras que
dividen e intoxican a través de las redes.
La filósofa Hannah Arendt nos
enseñó que la acción, única actividad libre y voluntaria que se da entre los
hombres, es condición para el recuerdo. Junto con la labor y el trabajo,
actividades «impuestas», es la forma bajo la que discurre la vida del ser humano
en la tierra. En estos días de pandemia, miles de agricultores, ganaderos y
panaderos, entre muchos otros, laboran para que las necesidades biológicas de
una sociedad confinada y temerosa puedan satisfacerse. Transportistas, cajeras
de supermercado, limpiadores, docentes, policías, militares y, cómo no, el
personal sanitario, trabajan sin descanso para que nuestro mundo no se
derrumbe. Todos hemos aprendido, de golpe, cómo la sanidad pública es el pilar
de nuestra civilización, el sostén de la mundanidad que permite que la acción
libre pueda desarrollarse.
Mientras la curva del virus
ominoso sigue ascendiendo, la acción ha quedado congelada y nada de lo que
ocurra tras las paredes de nuestros hogares será recordado como existencia
genuinamente humana. «Estar entre hombres» es sinónimo de vivir. Y el
confinamiento significa la muerte del ciudadano, el fin de las bellas palabras
que, en las plazas, los teatros o las universidades, confieren resplandor a la
vida.
Recordaremos lo vivido desde los
balcones de nuestras casas, ese lugar elogiado por Luis Landero como espacio
intermedio entre la calle y el hogar, la escritura y la vida, lo público y lo
privado. En un terreno que no se encuentra ni a la intemperie ni a resguardo,
estamos viviendo momentos de intensa emoción ciudadana de los que hemos
aprendido que toda felicidad, hasta la del más miserable egoísta, está
condicionada por el hecho de que los seres humanos vivimos juntos.
No olvidaremos jamás las
caceroladas de indignación, ni los aplausos a las personas que arriesgan su
vida en los hospitales. Recordaremos las partidas comunitarias al bingo y las
canciones que se cantaron en los barrios para hacer más felices a los niños.
Estas experiencias formarán parte de la memoria colectiva, de la historia. Serán
recordadas como la única posibilidad que tuvimos de actuar libremente.Cuando,
al fin, recuperemos lo que el virus nos ha arrebatado, no deberíamos olvidar
que existe el bien común y que los intereses egoístas que defendemos de puertas
adentro jamás nos darán la felicidad que, como animales políticos, estamos
llamados a conquistar. Tendremos que recordarlo una y otra vez para decidir,
unidos y en libertad, qué futuro deseamos construir.
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