Artículo publicado en la tribuna de El Periódico Extremadura el 16 de junio de 2021
El asesinato de George
Floyd a manos de un agente de policía de Mineápolis y la posterior reacción
social arrojan un diagnóstico desolador sobre el estado de salud del sistema
político estadounidense: la sensación de que la democracia más antigua del
mundo contemporáneo está al borde del colapso, con una sociedad fracturada por un
gobierno que está azuzando el racismo, la homofobia y la misoginia hasta
extremos insoportables.
Antes de sucumbir por completo al desánimo,
tendríamos que ser capaces de analizar cuáles son los fines que persigue la
polarización política a la que estamos siendo sometidos los ciudadanos de ambas
orillas del Atlántico.
Debido al influjo de los medios de
comunicación, solemos asociar el racismo con fenómenos extremos de brutalidad
policial o con actos terroristas como el que tuvo lugar en Charleston hace
ahora cinco años. Sin embargo, por más que el racismo aparezca como la
encarnación del mal radical, no deja de ser un fenómeno bastante cotidiano del
que todos podemos ser partícipes en tanto que sujetos susceptibles de ser
tensionados hasta perder las facultades de discernimiento que nos humanizan.
En La monarquía del
miedo, Martha Nussbaum explica cuáles son las conexiones causales entre el
racismo y el miedo, la primera de las emociones desde el punto de vista
genético y la única capaz de intoxicarnos con la ira, la envidia o el asco hacia
el diferente. El miedo aparece, entonces, conectado con el deseo monárquico de
control. Solo con tocar la tecla
adecuada de nuestro sistema límbico -la parte del cerebro encargada de regular
las emociones- es posible convertir a poblaciones pacíficas en hordas de supremacistas
que gritan al unísono “una persona, una nación, un país sin inmigración” y que
son capaces de portar sin pudor símbolos nazis junto con banderas de la
Confederación. Así lo hicieron muchos de los manifestantes de Charlottesville,
un año después de que Trump fuera elegido presidente de Estados Unidos.
El miedo se manifiesta en el sentimiento
de vulnerabilidad razonable que un ser humano tiene cuando teme perder su
trabajo o cuando piensa que puede sufrir una enfermedad sin la protección
sanitaria adecuada. Experimentar tal sensación nos sitúa en el lugar imaginario
descrito por Isaac Rosa en El país del miedo, un estado mental en el que
grupos de delincuentes, inmigrantes sin escrúpulos, adolescentes violentos,
grupos marginales o incluso la policía, cometen delitos, abusos y violaciones.
Cuando somos atenazados por este temor
irracional nos transformamos en seres profundamente narcisistas y antisociales,
incapaces de ningún tipo de colaboración o compasión. Es como si, de repente,
adoptáramos la forma de un reptil primitivo, preocupado únicamente por
sobrevivir, que se vuelve más peligroso a medida que aumenta su sensación de
vulnerabilidad física y de muerte.
Ser intoxicados de esta manera nos predispone
a aceptar liderazgos que ofrecen formas abusivas de protección a cambio de convertir
en enemigos a quienes piensan diferente. Debemos desterrar de la arena política
cualquier retórica que alimente esta polarización social basada en el odio o en
cualquier otro tipo de desprecio total del adversario político. Solo así conseguiremos
extinguir las peores metamorfosis del animal humano.
Raúl Fmez
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